Los cuentos para dormir son una puerta hacia otros mundos, un estímulo para la imaginación que encierra un momento mágico de conexión entre tú y tus hijos. Por eso queremos regalarte los mejores cuentos que podrás explicar a los más peques con toda la ternura antes de librarse a los brazos de Morfeo.
Y además de ser historias bonitas y relajantes, todas encierran alguna moraleja que hará que pequeños y adultos aprendan a la vez que disfrutan.
CONTENIDO DEL ARTÍCULO:
1. Cuentos para dormir cortos.
2. Cuentos para dormir infantiles.
3. Cuentos para dormir para adultos.
Estos relatos se encuentran entre los mejores cuentos cortos, que podrás recordar fácilmente y que atesoran historias mágicas y divertidas. Empezamos con un relato escrito por el mismísimo León Tolstoi, y continuamos con fábulas y cuentos que harán las delicias de pequeños y adultos.
Érase una vez un zar que estaba muy enfermo. Un día anunció a sus súbditos que el hombre que lograr curarle recibiría la mitad de sus dominios. Los sabios de la corte se reunieron con urgencia para encontrar una solución, y uno de ellos tuvo una idea genial: “si encuentran un hombre feliz sobre la tierra y le ponen su camisa al zar, se curará.
Así que el zar envió todos sus emisarios a buscar un hombre feliz en su reino, pero por más que estos buscaron y rebuscaron, no consiguieron hallar ni uno. El que era rico, estaba enfermo, y los que estaban sanos eran pobres. Los que estaban sanos y eran ricos, se quejaban todo el día de su mujer y de sus hijos. Todos deseaban siempre algo más.
Pero un día el hijo del zar pasó por delante de una humilde choza y escuchó a alguien decir: “Gracias a la vida que he trabajado he comido bien, y ahora puedo tumbarme a dormir. ¡Qué feliz soy!”. Por fin lo habían encontrado. El hijo del zar trajo a los soldados y ordenó que le quitaran la camisa a aquel hombre para llevársela a su padre.
Pero cuando entraron en su choza para cumplir con su cometido se dieron cuenta de que el hombre feliz era tan pobre que no tenía camisa.
Cuenta la leyenda azteca que una vez el dios Quetzalcóatl abandonó su aspecto de serpiente emplumada para convertirse en un hombre y descubrir el mundo. Tan fascinado se quedó con sus paisajes que el dios hecho hombre caminó y caminó hasta que se hizo de noche. Luego, cansado y hambriento, se detuvo al lado del camino.
Mientras descansaba un conejo pasó por su lado y al verlo exhausto y hambriento le ofreció un poco de su hierba. Sin embargo, el moribundo le recordó que era un hombre y que no comía hierba, así que el conejo le dijo: “No tengo nada más para ofrecerte, y yo soy una criatura insignificante. Por favor, cómeme y reanuda tu camino”.
Conmovido por el noble gesto, el hombre recuperó su forma de serpiente emplumada y elevó al conejo hasta encumbrarlo en la luna. Luego lo descendió de nuevo a la tierra y le dijo: “No eres una insignificante criatura, y tu reflejo en la luna contará a todos los hombres la historia de tu bondad”.
En el reino del bosque, un viejo león tenía los dientes y las garras tan débiles que ya no podía conseguir alimentos. Por eso ideó un macabro plan: se inventó que estaba enfermo e hizo llamar uno por uno a todos los animales para que le visitaran en su cueva. Cuando éstos acudían a su llamada, los devoraba de un solo bocado.
La zorra también fue a visitarlo, pero ella era muy astuta y aguardando a una distancia prudente preguntó al viejo león por su estado de salud. Éste le dijo que estaba muy enfermo, y le pidió que entrara un rato en su cueva. Sin embargo, la zorra declinó la invitación y le preguntó: ¿Por qué hay huellas de animales entrando en tu cueva y ninguna de los que salen?
El león no puedo responder la pregunta de la zorra, que advirtiendo el peligro, se fue. Moraleja: aprende de los errores de los demás para evitar los propios.
Un campesino acompañado por un caballo y un burro llevaba mercancía de un pueblo a otro, y todos los paquetes descansaban en la espalda del pobre burro. Este, que empezaba sentir el cansancio, pidió a su amigo el caballo que le ayudara a compartir la carga. Éste, egoísta y perezoso, se negó en rotundo, y ambos siguieron caminando.
A mitad de camino, el burro no pudo resistir y se desplomó sobre sus patas víctima de la fatiga. El campesino, compadecido del animal, desató las tinajas y los bultos, y mirando a su alrededor pensó que lo más práctico sería cargar la mercancía sobre las espaldas del caballo.
Así es como la insolidaridad y el egoísmo del caballo acabaron por condenarle a llevar toda la mercancía durante lo que restaba de camino.
Un leñador se ganaba la vida cortando leña cada día para mantener a su familia. Pero un día el hacha le resbaló de las manos y cayó al río. Desesperado, el leñador se sentó a llorar, y una ninfa del bosque que escuchó su llanto se presentó ante él. “¿Qué te ocurre buen hombre”, le dijo. “He perdido mi hacha”, le respondió el leñador.
La ninfa se sumergió en las aguas del río y rescató una hacha de oro, pero el leñador dijo que esa no era su herramienta. Así que la ninfa volvió a sumergirse, y sacó una hacha de plata. “¿Es esta tu hacha, buen hombre?”, le preguntó. “No, señora”, respondió. Finalmente sacó el hacha del leñador, y este la aceptó llorando de felicidad: “¡Esta sí es la mía!”.
Maravillada por la honestidad que había mostrado el leñador, la ninfa le entregó su hacha, y le regaló también la de oro y la de plata.
Los siguientes cuentos para dormir infantiles son una puerta abierta a la imaginación y la magia. Son perfectos para explicar a tus hijos antes de dormir, y en ellos encontrarás desde fábulas, hasta cuentos clásicos Disney y cuentos de princesas.
Había una vez un hombre que tenía tres hijos. Al más joven de los tres le llamaban Tontín, y era objeto de burlas y desprecios, marginado por todos los demás. Un día, el hijo mayor quiso ir al bosque a buscar leña, y su madre le dio pan y leche para que no pasara hambre. Ya en el bosque se encontró con un hombrecillo de pelo gris que le saludó cortésmente.
El hombrecillo, hambriento y sediento, le pidió algo de pan y leche, pero el hijo mayor le dejó plantado y siguió su camino. Cuando empezaba a talar el árbol, se lastimó el brazo con el hacha y tuvo que regresar a casa, como castigo por su comportamiento.
El segundo hijo partió hacia el bosque con la misma intención, y encontrándose de nuevo al hombrecillo, también le negó el pan y la leche. Mientras cortaba leña se hirió con el hacha, y tuvo que volver a casa.
Entonces, Tontín pidió ir al bosque a por leña. En el camino se encontró al hombrecillo. “Si te parece, podemos compartir mi torta y mi leche agria”, le dijo. Y ambos se sentaron a comer. En recompensa el hombrecillo le hizo un regalo: “Allí hay un árbol viejo, córtalo y encontrarás algo en la raíz”. El hombre se despidió, y desapareció.
Tontín se dirigió hacia el árbol y lo taló. Al caer, encontró en la raíz un ganso con las plumas de oro. Lo cogió y fue hacia la posada para pasar la noche.
El posadero tenía tres hijas que, al ver el ganso, sintieron curiosidad. Tan pronto Tontín había salido, la mayor tomó el ganso por el ala pero el dedo y la mano se le quedaron pegadas. La segunda, apenas tocó a su hermana, se quedo pegada a ella. La tercera, a pesar de las advertencias de sus hermanas, corrió la misma suerte.
A la mañana siguiente, Tontín tomó el ganso en brazos sin preocuparse de las tres jóvenes que seguían pegadas. En el bosque se encontraron al cura, que les dijo a las muchachas: “¿No os da vergüenza, seguir a un joven por el campo de esta manera?”, y al querer separarlas se quedó también pegado.
Cuando el sacristán vio al cura de esta guisa, le dijo: “¿Adónde va con tanta prisa? No olvide que hoy tenemos un bautizo”. Al tomarlo del abrigo, se quedó pegado. Entonces el cura pidió a dos campesinos que les liberaran, pero apenas tocaron al sacristán, se quedaron pegados. Y ya eran siete los que corrían detrás de Tontín.
Y así llegaron a una ciudad en la que gobernaba un rey que tenía una hija tan seria que nunca podía reír. El reír había decretado que aquel que la hiciera reír se casaría con ella. Al saberlo, Tontín apareció ante la princesa con su tren de seguidores. Al verlos correr uno detrás de otro, comenzó a reír a carcajadas sin cesar.
Tontín se ganó el corazón de la princesa, y los dos se casaron y fueron felices para siempre.
Érase una vez, en un reino muy lejano, un rey que vivía con sus tres hijas. Un día, al preguntar cuánto le querían, la mayor respondió: “Más que el oro y la plata”; la mediana dijo: “más que los diamantes y los rubíes”; y la pequeña contestó: “Te quiero más que la sal”. El rey, enfurecido por haber sido comparado a una especie común, desterró a su hija menor.
Pero una cocinera del palacio del rey, compadecida, acogió a la princesa en su cabaña y le enseñó a cocinar. La chica era una buena trabajadora y estaba agradecida a la cocinera, pero su corazón seguía triste cada vez que pensaba en su padre y en la mala interpretación que había hecho de sus palabras.
Algún tiempo después, el rey organizó un gran banquete para los nobles de la ciudad. Cuando la chica se enteró, pidió a su protectora que le dejara cocinar para su padre y los invitados. Llegado el momento, la mesa estaba repleta de platos que lucían de lo más suculentos. Al probar su favorito, el rey dijo: “Esta comida no tiene sal. Traigan a la cocinera”.
La hija del rey se presentó ante su padre. “¿Cómo has podido olvidar algo tan importante como la sal?”, le preguntó el rey. La joven le respondió: “Un día desterraste a tu hija menor por comparar el amor con la sal. Sin embargo, tu cariño la daba sabor a su vida, así como la sal da sabor a tu plato”.
El rey reconoció a su hija al escuchar estas palabras, y se sintió avergonzado. Le suplicó que le perdonara y aceptara regresar al palacio. Así es como el rey nunca más volvió a dudar del amor de su hija.
Érase una vez un carpintero que, queriendo impresionar al rey, le dijo que su hija hilaba tan bien que convertía la paja en oro. El rey la llevó a palacio y la encerró en un establo lleno de paja: “Aquí tienes una rueca y un carrete. Hasta que no conviertas la paja en oro no saldrás de esta habitación”. La princesa lloraba desconsolada; pues no sabía hacerlo…
Al escuchar sus llantos, apareció un enano saltarín que al descubrir la preocupación de la joven le propuso convertir la paja en oro a cambio de su collar. La hija del carpintero le dio el collar, y el enano convirtió la paja en oro.
A la mañana siguiente, el rey, maravillado, llevó a la chica a una habitación más grande y con más paja para que la convirtiera en más oro. El enano le pidió entonces el anillo, y a cambio hizo de la paja hilos de oro. Entonces el rey codicioso le prometió a la hija del carpintero que se casaría con ella si convertía en oro la habitación de paja más grande.
El enano le ofreció a la joven un último trueque: debería entregarle su primer hijo. Así es como la chica se casó con el rey, y poco después ambos tuvieron un hijo. Una noche apareció el enano para llevarse su recompensa, pero la reina le imploró que no se llevara a su hijo. “Si adivinas mi nombre, desapareceré para siempre”, le dijo.
El enano le dio una semana de tiempo, y a lo largo de los días la reina interrogó a todos los habitantes de su reino hasta que dio con un campesino que aseguró haber visto a un enano saltarín cantando una canción: “Por la tarde amaso el pan, en la noche lo hornearé. Mañana con el hijo de la reina me quedaré. El pequeño igual que yo se llamará, su nombre será Rumpelstiltskin!”.
Cuando el enano se presentó de nuevo ante la reina, ésta le dijo: “Te llamas Rumpelstiltskin”, y el enano saltarín desapareció para siempre.
Érase una vez una pareja que deseaba tener un bebé, hasta que ese deseo se hizo realidad. A través de su ventana podían ver un extenso jardín franqueado por un muro. Nadie se atrevía a entrar en él, pues decían que dentro vivía una bruja muy malvada. Un día, la mujer embarazada probó las hierbas del jardín, y enfermó gravemente.
Su marido, desesperado, entró en el jardín de la bruja y desenterró un puñado de espinacas con las que preparó una ensalada para dar de comer a su mujer. Al día siguiente fue a por más, pero esta vez la bruja lo sorprendió: “Cómo te atreves a entrar en mi jardín”, le dijo, y juró vengarse por el robo de las espinacas.
Al decirlo que lo había hecho por necesidad, para curar a su esposa, la bruja se calmó y le ofreció todas las espinacas que quisiera a cambio de ofrecerle el primer hijo que tuvieran: “Yo seré su madre, conmigo será feliz y nunca le faltará de nada”.
Para salvar la vida de su mujer, el hombre aceptó, y tan pronto como esta dio a luz la bruja se llevó a la niña y le puso de nombre Rapunzel. Esta creció como la más hermosa y, con doce años, la bruja la encerró en una torre sin más acceso que una ventana en lo alto. Cuando la bruja quería entrar, le pedía a la niña que dejara su trenza caer.
Los años pasaron y un día el hijo del rey cabalgaba por el espeso bosque cuando se sintió atraído por la voz de Rapunzel cantando una hermosa canción. El príncipe quería subir hasta ella, pero no encontraba ninguna puerta de acceso. Todos los días, el hijo del rey regresaba hasta la torre para escuchar la canción de Rapunzel.
Un día, mientras espiaba a la chica, vio a la bruja acercarse y decir: “Rapunzel, deja tu trenza caer”. Sabiendo cómo subir a la torre, el príncipe regresó por la noche y gritó: “Rapunzel, deja tu trenza caer”. Pensando que era la bruja, Rapunzel dejó caer su trenza por la que el príncipe logró subir hasta el balcón.
Al principio se asustó, pero cuando el príncipe le dijo que se había enamorado de su voz y que si quería casarse con él, ella aceptó feliz. Para escapar de la torre, el príncipe le traía cada noche un poco de hilo con el que ella tejía una escalera. Un día la bruja subió y vio la escalera, por lo que se enojó muchísimo: “¡Me has traicionado!”.
La bruja malvada, en un arrebato, cortó la larga cabellera de Rapunzel y cuando llegó el príncipe se la tiró para que subiera. Pero cuando llegó no vio a Rapunzel, sino a la bruja: “Nunca más la volverás a ver”, le dijo. Entonces, desesperado, saltó de la torre y cayó sobre unas espinas quedándose ciego.
Durante muchos años, el príncipe vagó por el bosque buscando a ciegas a su amada, hasta que un día tropezó con un lago y allí escuchó una voz que reconoció al instante. Cuando Rapunzel vio al príncipe, se abalanzó sobre llorando, y sus lágrimas se posaron sobre sus ojos devolviéndole la vista. Rapunzel y el príncipe se casaron, y fueron felices para siempre.
En una lejana ciudad de la China un joven llamado Aladino prefería pasar las horas jugando con sus amigos que ayudando a su padre y su madre. Un día, un hombre rico y extraño se acercó con el objeto de engañarlo. Presentándose como el hermano de su padre ya difunto, propuso a su madre viajar con el chico alrededor del mundo.
Esperanzada con ver a su hijo convertido en un hombre de bien, la madre accedió. Al día siguiente, el hombre llevó a Aladino a un bosque apartado y abrió una zanja en la tierra: “Desciende por esta zanja hasta que encuentres una caverna. En ella encontrarás una pared con un agujero donde encontrarás una lámpara. ¡Trámela!”.
En realidad era un hechicero que había viajado una larga distancia para encontrar la lámpara. Como Aladino tenía miedo de bajar, le ofreció lo único que tenía, un anillo con grandes poderes que le serviría de protección. El chico así lo hizo, pero al subir de nuevo escuchó cómo el hombre susurraba: “Cuando me entregue la lámpara, lo encerraré para siempre”.
“Ayúdame a subir, sólo entonces te entregaré la lámpara”, dijo Aladino, y ante su negativa de darle lo que pedía el hechicero cerró la zanja. Sin recordar que llevaba el anillo, Aladino frotó sus manos para rezar cuando de la nada apareció un genio. Ante los deseos del joven, hizo que regresara a casa de forma instantánea.
Ya en casa, Aladino sintió curiosidad y frotó la lámpara, de la que salió otro genio, aún más grande, que cumplía todos sus deseos. Así vivió tranquilamente, hasta que un día al ver la hija del sultán se enamoró de ella. Con la ayuda del genio llenó un baúl de joyas y las mandó al palacio a través de su madre: “Esto es un regalo de parte de mi hijo, Aladino”.
El sultán quedó maravillado, pero exigió muchas más riquezas: “Cuando considere que recibí lo debido, daré el consentimiento para casarse con mi hija”. Después de colmarlo de oro, Aladino recibió permiso para casarse con la princesa, y fue a vivir al palacio llevándose la lámpara.
En estas, el hechicero se enteró de todo, y se presentó en el palacio ofreciéndole a la princesa cambiar las lámparas viejas por nuevas. Así consiguió la lámpara mágica, y pidió al genio que hiciera desaparecer a la princesa y el palacio, y los llevara con él a una tierra lejana. Cuando regresó, Aladino se dio cuenta de que el palacio y la princesa habían desaparecido.
Al frotar sus ojos mientras lloraba apareció el genio del anillo, que le concedió el deseo de llevarlo donde estaban el hechicero y la princesa. Reunido con la princesa en la torre más alta del palacio, esta le dijo que el mago no se separaba de la lámpara. Siguiendo el consejo de Aladino, la princesa durmió al hechicero con unos polvos.
Así consiguió recuperar la lámpara y correr hacia su esposo, que frotándola consiguió liberar al genio: “Llévanos a mí y a la princesa a China, y deja al hechicero aquí para siempre”. Y así es como Aladino y la princesa consiguieron vivir felices para siempre.
También existen cuentospara adultos preciosos, relajantes, e inspiradores. Empezamos con un conmovedor cuento de Haruki Murakami, seguimos con un relato breve de Edgar Allan Poe, y acabamos con una metáfora sobre la especie humana.
Una bonita mañana de abril, en una estrecha calle del barrio chic de Harajuku, en Tokio, me crucé andando con la chica 100% perfecta. Diciendo la verdad, ella no era tan guapa. No destaca de una manera concreta, sus ropas no tienen nada de especial. Pero aún así, lo sé desde 50 metros a la distancia: ella es la mujer 100% perfecta para mí.
Sólo me crucé con ella en la calle. Ella iba hacia el Oeste, y yo hacia el este. Era una bonita mañana de abril. Hubiera deseado hablar con ella. Media hora hubiera sido todo: sólo preguntarle por ella, hablarle de mí, explicarle las complejidades del destino que condujo a nuestro encuentro en una estrecha calle de Harajuku una bonita mañana de abril de 1981.
Después de hablar, habríamos comido en cualquier sitio, quizás visto una película de Woody Allen, o parado en un bar de hotel para tomar unos cocktails. Con algo de suerte, podríamos haber acabado en la cama. La potencialidad llama a la puerta de mi corazón.
Quizás la simple verdad: “Buenos días. Usted es la chica perfecta para mí”. No, ella no lo creería. “Perdón”, podría decir, “puede ser que sea la mujer perfecta para ti, pero tú no eres el hombre perfecto para mí”. Nunca me recuperaría de ese shock.
Pasamos frente a una floristería. El asfalto está húmedo y siento el olor de las rosas. No me atrevo a hablarle. Ella viste un jersey blanco y en su mano derecha sostiene un sobre blanco que carece de sello. Deduzco que ha escrito a alguien una carta. Avanzo un poco más y me doy la vuelta. Ella se pierde entre la multitud.
Ahora, por supuesto, sé exactamente lo que debería haber dicho. Habría sido un discurso largo, que hubiera comenzado con “Érase una vez” y terminado: “Una historia triste, ¿no cree?”.
Érase una vez un chico y una chica. El chico tenía 18 años, y la chica 16. Él no era especialmente guapo, y ella tampoco. Solo eran un hombre y una mujer solitarios como todos los demás. Pero ellos creían con todo su corazón que en alguna parte del mundo había un hombre y una mujer perfecto para ellos. Sí, ellos creían en un milagro. Y el milagro ocurrió.
Un día, los dos se encontraron en una calle. Él le dijo: “Te he estado buscando toda mi vida. No lo creerás, pero eres la mujer perfecta para mí”. Y ella dijo: “Y tú eres el hombre perfecto para mí. Exactamente como te había soñado”.
Mientras conversaban sentados, sin embargo, una pequeña sombra de duda enraizó en sus corazones: ¿Estaba bien que los sueños de alguien se hicieran realidad tan fácilmente?. Así, el chico le dijo: “Vamos a probarlo. Si realmente somos el amor perfecto, entonces nos encontraremos alguna vez, en algún lugar, sin duda. Y entonces nos casaremos”.
Y entonces se separaron. Ella fue hacia el Este, y él hacia el Oeste.
Un invierno, el chico y la chica cayeron enfermos de una terrible gripe. Y después de luchar entre la vida y la muerte, perdieron la memoria de sus años más tempranos. Cuando se dieron cuenta sus cabeza estaban vacías. Sin embargo, gracias a sus esfuerzos, fueron capaces de adquirir de nuevos el conocimiento y el sentimiento que les devolvió a la normalidad.
También experimentaron el amor otra vez. Algunas veces, como mucho, al 75%. El tiempo pasó con una rapidez espantosa, y pronto el muchacho tuvo 32 años, y ella 30.
Una preciosa mañana de abril el muchacho andaba del Oeste al Este mientras la muchacha andaba de Este a Oeste, los dos sobre la misma calle estrecha del barrio de Harajuku, en Tokio. Se cruzaron en el mismo centro de la calle. El destello más débil de sus memorias perdidas brilló tenuemente por un breve momento en sus corazones.
Cada uno sintió un retumbar en su pecho. Y ellos lo supieron. Ella es la mujer perfecta para mí. Él es el hombre perfecto para mí. Pero el brillo de sus memorias era demasiado débil, y sus pensamientos ya no tenían la claridad de catorce años antes. Sin una palabra se cruzaron, desapareciendo entre la multitud. Para siempre.
Una historia triste, ¿no cree?
Sí, eso es lo que debería haberle dicho. Ella es la mujer perfecta para mí. Él es el hombre perfecto para mí.
El año había sido un año de terror y sentimientos más intensos que el terror, para los cuales no hay hombres sobre la tierra. Pues habían ocurrido muchos prodigios y señales, y a lo lejos y en todas partes, sobre el mar y la tierra, se cernían las negras alas de la peste.
En una sombría ciudad llamada Ptolemáis, en un noble palacios, nos hallábamos una noche siete de nosotros frente a los frascos de vino rojo. Y no había otra entrada a nuestra cámara que la alta puerta de bronce, y aquella puerta había sido fundida por el artesano Corinnos con una cerradura que se aseguraba desde dentro.
En el sombrío aposento, negras colgaduras alejaban de nuestra vida el mundo exterior, pero el presagio y el Mal no podían ser excluidos. Estábamos rodeados por cosas materiales y espirituales, la pesadez de la atmósfera, el sentimiento de sofocación, de ansiedad. Y sobre todo, por este terrible estado de la existencia cuando los sentidos están vivos y despiertos mientras las facultades yacen amodorradas.
El purpúreo vino nos recordaba a la sangre porque en aquella cámara yacía otro de nosotros, el joven Zoilo, muerto y amortajado. Su rostro, convulsionado por la plaga, y sus ojos, donde la muerte sólo había apagado a medias el fuego de la pestilencia, parecían interesarse en nuestra alegría, como los muertos se interesan en la alegría de los que van a morir.
Y he aquí que poco a poco de las negras colgaduras se desprendió una profunda e indefinida sombra, que no era la sombra de un hombre o un dios, ni de ninguna cosa familiar. Y la sombra se detuvo ante el arco de bronce y sin moverse permaneció inmóvil alzada frente a los pies del joven Zoilo amortajado.
Y al final yo, Oinos, hablando en voz muy baja, pregunté a la sombra cuál era su morada y su nombre, y esta dijo: “Yo soy Sombra, y mi morada está al lado de las catacumbas de Ptolemáis”.
Y entonces los siete nos levantamos llenos de horror y permanecimos de pie temblando, estremecidos, pálidos. Porque el tono de la voz de la sombra no era de un solo ser, sino el de una multitud de seres, y penetraba en nuestros oídos con los acentos familiares y harto recordados de mil y mil amigos muertos.
Érase una vez uno de esos caballeros que triunfan en todos los cuentos y fábulas y que, cansado de tanto éxito, decidió visitar el mundo real. Al llegar, vio que no había princesas que salvar ni dragones que derrotar, sino gente muy triste, corriendo de un lado a otro sin hablar entre ellos y con la misma cara de susto que los seres de los cuentos a los que solía salvar.
De pronto, el caballero había encontrado una aventura nueva y apasionante: descubrir por qué aquellos seres estaban tristes y tenían miedo si en ese mundo no existían los dragones. Cansado de indagar sin encontrar respuesta, decidió preguntar a un sabio: “¿Cuál es ese ser invisible que atemoriza a los habitantes de este mundo?”. El sabio respondió: “No puedes derrotarlo, es una batalla perdida”. Y le explicó que puesto que en este mundo no existían los ogros ni los dragones, se inventaron cada uno un enemigo hecho a su medida.
Cansado de luchar contra los enemigos invisibles, el caballero se fue a caminar y tropezó con su propia estado cayendo de cabeza ante la risa a carcajadas de un pobre campesino que pasaba por ahí. Al ver el brillo de la felicidad en sus ojos el caballero se dio cuenta de que no necesitaba espada y escudo, sino un motivo para sonreír.
Y así fue como el caballero logró una vez más su victoria en el cuento: al frente de un ejército de libertadores se dedicó a llenar de sonrisas el mundo de los humanos.